Jugar por primera vez a ‘The Last of Us’ durante su lanzamiento hace más de una década marcó un punto de inflexión en mi longeva relación con los videojuegos. Hasta el momento, el descomunal ‘Metal Gear Solid’ había sido el único título capaz de suscitarme emociones similares a las que provocan las buenas películas, pero la obra de Neil Duckmann tendió el puente definitivo entre las narrativas interactivas y las pasivas, sólo para ser superado por su desoladora ‘Parte II’.
Con este punto de partida, es comprensible que su salto de la consola a la pequeña pantalla estuviese marcado unos los miedos y desconfianzas que se disiparon por completo tras la extraordinaria toma de contacto en su primer episodio dirigido por el coshowrunner Craig Mazin. Pero, desde entonces, los capítulos, los giros dramáticos y las lágrimas se han ido sucediendo hasta desembocar en un final de temporada que ya permite dar un veredicto final: la ‘The Last of Us’ de HBO es extraordinaria.
Y es que lo logrado por la dupla Druckmann-Mazin de la mano de Pedro Pascal y Bella Ramsey —así como de una selección de realizadores magnífica— no sólo se eleva como la mejor adaptación de un videojuego a la televisión o el cine que hayamos podido disfrutar hasta la fecha, sino también como una clase magistral sobre cómo jugar con los elementos que separan ambos medios para brindar al espectador, ya sea neófito o conocedor del original, la mejor experiencia posible.
De narrativas y puntos de vista
Dejando a un lado absurdeces como los exabruptos homófobos y demás parafernalia propia de trolls alt-right que han circulado por agregadores y redes sociales desde el inicio de la serie, una de las principales críticas sin sesgo sociopolítico vertidas hacia la producción ha estado centrada en su falta de acción respecto a su homóloga jugable. Un hecho que es totalmente obvio, pero que está estrechamente ligado al inteligente proceso de adaptación llevado a cabo.
Aunque no debería ser necesario, y a pesar de que durante los últimos años hayan corrido ríos de tinta defendiendo la presunta proximidad creciente entre cine y videojuegos, debemos recordar que ambas narrativas continúan siendo radicalmente diferentes por mucho que beban unas de otras; lo cual implica que muchos elementos terminen perdidos en la traducción.
Una de las mayores limitaciones que trae bajo el brazo un videojuego pasa, salvo excepciones, por su encorsetado punto de vista. Por norma general, a lo largo del gameplay nos vemos atados al control de uno o varios personajes sin poder despegarnos de ellos para centrarnos en los NPC —personajes no jugables— hasta que una cutscene interrumpe el juego.
Esto, además, influye en la “planificación” de las secciones interactivas, ya sean en primera persona o, en el caso de ‘The Last of Us’, en una tercera persona que sitúa la cámara sobre el hombro de un protagonista que nos dará la espalda constantemente. Así se pierde toda oportunidad de potenciar el drama a través de expresiones faciales —repito, exceptuando las cutscenes—; recurriendo al trabajo de los actores de voz para subsanar la carencia.
En contraposición, las narrativas audiovisuales no interactivas permiten una manipulación —porque, no nos engañemos, lo es— mucho más precisa, permitiéndose ubicar la cámara para dirigir la mirada del público y ampliar el impacto emocional a través de primeros planos y otros detalles que, de otro modo, pasarían desapercibidos.
Sobre la acción —o la falta de ella—
Igualmente, la razón de ser de la acción en ambos formatos es prácticamente opuesta. En un videojuego, el conocido como gunplay, sirve principalmente para conectar puntos de una historia que se desarrollará con mayor detalle durante las cutscenes. No obstante, en no pocas ocasiones, los pasajes jugables se aprovechan de conversaciones y dinámicas entre NPCs y personajes controlables para establecer y reforzar sus vínculos, y para hacer progresar la narración.
Uno de los mejores y más brillantes ejemplos recientes de esto lo encontramos en el fantástico ‘Marvel’s Guardians of the Galaxy’ de Eidos Montréal aunque, si nos centramos en el caso de ‘The Last of Us’, es de rigor detenerse en la sección en la que Ellie y David apuntalan su relación. En el original, la cría y el pérfido villano cooperan para defenderse de una horda de infectados en una setpiece tremendamente intensa que, además de cumplir con su cometido de divertir, establece la dinámica de confianza entre ambos.
Esta secuencia terminó descartándose en la versión catódica del mismo arco en lo que es una decisión tan polémica como acertada. La narrativa tradicional de la serie no necesita la acción para evolucionar a través de sus actos, y esto ha derivado en un mayor peso de la dialéctica que, por otro lado, no ha estado reñido con mantener intacta la esencia del material base. Porque, recordemos, ‘The Last of Us’ nunca ha ido de tiros, infectados y crafteo, por mucho que estos ingredientes sean indispensables para su correcto funcionamiento.
Esta brecha entre el ‘The Last of Us’ de Naughty Dog y la producción de ‘HBO’ ha permitido que los conocedores de la historia de Joel y Ellie hayamos podido distanciarnos de ambos supervivientes para explorar otros puntos de vista como los de Bill, Henry, Sam o la creada para la ocasión Kathleen en algunos de los mejores episodios de la temporada; equilibrando fidelidad y respeto con un necesario cariz renovador.
Aunque puede que el mayor logro de esta modélica adaptación sea que me haya hecho sentir la imperiosa necesidad de comprar el remake del videojuego para PS5 después de haberlo finalizado en su forma original y en su remaster para PS4 y a pesar de tener la estantería con un buen puñado de títulos nuevos esperando a recibir una oportunidad; además de, por supuesto, hacerme desear con mayor fuerza que llegue pronto una segunda temporada destinada a poner patas arriba una vez más al fandom como tome las mismas decisiones que la obra magna de Naughty Dog.
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