Javier
Sinay
tenía
13
años
y
estaba
desayunando
cuando
escuchó
desde
su
casa
la
explosión
del
atentado
contra
la
AMIA;
Alejandro
Rúa
tenía
30
y
comenzaba
la
feria
judicial
en
los
tribunales
porteños.
Al
cabo
del
tiempo
el
periodista
y
el
abogado
vuelven
sobre
el
episodio
con
sendos
libros
y
coinciden
además
en
el
recorte
del
tiempo
para
examinar
el
pasado:
a
treinta
años,
ambos
ponen
el
foco
en
un
período
de
treinta
días
en
el
que
podría
comprenderse
hechos
aun
no
esclarecidos
por
la
Justicia.
Después
de
las
09:53
(Editorial
Planeta),
de
Sinay,
y
30
días.
La
trama
del
atentado
a
la
AMIA
(Editorial
Sudamericana),
de
Rúa,
se
inscriben
en
una
larga
lista
de
libros
dedicados
al
atentado
con
un
coche
bomba
que
provocó
85
muertos
el
18
de
julio
de
1994.
El
mismo
año
del
atentado
Joe
Goldman
y
Jorge
Lanata
publicaron
Cortinas
de
humo,
“una
investigación
independiente”
que
desde
el
título
cuestionó
las
actuaciones
de
la
Justicia
en
el
caso
y
en
el
atentado
a
la
embajada
de
Israel
del
14
de
marzo
de
1992.
Lanata
y
Goldman
desplegaron
un
abanico
de
hipótesis
que
se
desvanecieron
con
el
tiempo,
desde
la
llamada
pista
siria
a
una
venganza
del
narcotráfico.
Walter
Goobar,
en
El
tercer
atentado:
Argentina
en
la
mira
del
terrorismo
internacional
(1996),
planteó
las
sospechas
sobre
la
participación
de
Irán
a
través
de
la
organización
Hezbolá
en
ambos
episodios
e
introdujo
información
todavía
citada
como
la
estructura
y
el
modo
de
funcionamiento
de
los
grupos
de
la
Jihad
Islámica,
encargada
de
las
acciones
terroristas,
y
la
hipótesis
que
vincula
los
ataques
en
Buenos
Aires
con
una
represalia
por
el
asesinato
de
Abbas
al-Musawi,
líder
de
Hezbolá.
Goobar
atribuyó
sus
datos
a
servicios
de
inteligencia
occidentales,
sin
mayores
precisiones,
y
sugirió
que
el
Mossad
había
detenido
e
interrogado
al
hombre
que
preparó
el
explosivo
utilizado
en
la
AMIA.
Su
libro
expuso
involuntariamente
el
problema
de
fuentes
de
información
que
se
manejan
con
reservas
insondables
y
la
interferencia
de
servicios
de
inteligencia
en
la
investigación
del
juez
Juan
José
Galeano
y
sus
contramarchas.
La
publicación
de
Amia,
el
atentado
(1997),
de
Juan
Salinas,
coincidió
con
el
creciente
protagonismo
de
los
familiares
de
las
víctimas
en
el
reclamo
de
Justicia.
Se
trató
de
otra
“investigación
independiente”,
aunque
realizada
con
el
apoyo
de
la
mutual
de
la
comunidad
judía.
Salinas
accedió
al
expediente
judicial,
a
diferencia
de
sus
predecesores,
y
situó
el
hecho
en
el
contexto
de
los
gobiernos
de
Carlos
Menem
y
en
el
de
la
historia
criminal
de
las
fuerzas
de
seguridad
y
los
organismos
de
inteligencia
argentinos.
Gabriel
Levinas
dirigió
un
equipo
de
análisis
que
revisó
la
investigación
judicial
y
documentó
falencias
y
contradicciones
y
en
particular
la
intervención
ruinosa
de
las
policías
en
La
ley
bajo
los
escombros
(2014).
La
actuación
de
Rubén
Beraja
y
otros
líderes
comunitarios
sospechados
de
encubrimiento
fue
uno
de
los
temas
de
Brindando
sobre
los
escombros,
de
Horacio
Lutzky
(2012),
y
de
Causa
AMIA:
Informe
de
lo
actuado
1994-2015
(2016),
donde
Miguel
Bronfman,
el
abogado
principal
de
la
AMIA,
consideró
que
la
crítica
a
los
dirigentes
“implica
convertir
a
las
víctimas
en
victimarios”.
Alejandro
Rúa
fue
secretario
ejecutivo
de
la
Unidad
Especial
de
Investigación
creada
por
el
gobierno
nacional
entre
2001
y
2005
y
abogado
en
el
proceso
penal
por
el
frustrado
Memorándum
con
Irán
que
procuró
recibir
declaraciones
de
los
iraníes
con
pedido
de
captura
en
la
causa.
En
su
libro
reconstruye
julio
de
1994,
“los
30
días
centrales
en
la
trama
del
atentado
terrorista”
y
pone
el
foco
en
los
movimientos
del
libanés
Samuel
El
Reda,
supuesto
enlace
con
Hezbolá,
y
de
Mohsen
Rabbani,
entonces
consejero
cultural
de
la
embajada
de
Irán.
Rúa
afirma
que
la
información
en
torno
al
atentado
“se
ha
ido
consolidando”.
Sus
fuentes
provienen
de
servicios
de
inteligencia
argentinos,
israelíes
y
norteamericanos,
identificados
genéricamente
e
incluso
desdibujados
en
expresiones
de
voz
pasiva
o
impersonal.
En
este
punto
surge
una
diferencia
notoria
con
el
libro
de
Sinay:
mientras
30
días…
tiene
un
tono
generalmente
asertivo
sobre
los
hechos,
Después
de
las
09:53
hace
eje
en
los
interrogantes,
subraya
el
carácter
hipotético
de
las
acusaciones
e
incluso
pone
en
duda
que
puedan
obtenerse
mayores
evidencias.
Si
algo
prueba
el
libro
de
Rúa
es
que
existieron
múltiples
alertas
e
indicios
que
anticiparon
el
atentado
y
que
los
terroristas
pasaron
inadvertidos
a
pesar
de
los
seguimientos
y
las
intercepciones
telefónicas
de
la
Secretaría
de
Inteligencia
de
Estado
(SIDE),
cuyo
presunto
logro
de
infiltrar
un
agente
como
chofer
de
Rabbani
resultó
inconducente.
Los
organismos
de
inteligencia
describieron
los
pasos
y
los
actores
de
la
operación
en
sus
informes
pero
no
contribuyeron
precisamente
a
la
investigación
judicial
sino
a
su
entorpecimiento,
a
través
de
documentos
extraviados,
pruebas
destruidas
y
testigos
dudosos,
como
expuso
Claudio
Lifschitz
en
AMIA:
Por
qué
se
hizo
fallar
la
investigación
(2001).
Las
declaraciones
del
ex
embajador
israelí
Itzhak
Aviran,
según
las
cuales
Israel
sabía
con
precisión
quiénes
fueron
los
autores
del
atentado,
sintonizaron
también
con
la
idea
de
que
la
verdad
de
los
hechos
no
está
en
el
expediente
judicial.
Sinay
propone
su
libro
como
una
crónica,
escribe
en
primera
persona
y
cita
como
epígrafe
una
frase
de
Rodolfo
Walsh
en
Operación
Masacre.
El
relato
se
basa
en
múltiples
testimonios
–entre
otros
de
Juan
José
Galeano,
quien
no
concede
entrevistas
a
la
prensa,
y
también
del
ex
ministro
Carlos
Corach
y
de
Beraja–,
remite
al
ya
voluminoso
expediente
judicial
y
a
los
tres
juicios
en
torno
a
la
causa
e
incluye
trabajo
de
campo
como
una
visita
a
una
base
de
la
SIDE
utilizada
para
el
análisis
de
documentos
y
escuchas
telefónicas.
Su
punto
de
partida
es
lo
que
define
como
“una
premisa
de
simetría
borgeana”:
“lo
que
ocurrió
en
los
30
años
posteriores
al
atentado
se
puede
comprender
mejor
a
partir
de
lo
que
pasó
en
los
primeros
30
días”.
En
ese
período
una
clave
podría
encontrarse
en
una
resolución
judicial
que
el
9
de
agosto
de
1994
contiene
de
una
vez
los
avances
de
la
investigación.
Las
referencias
a
Borges
son
por
otra
parte
insistentes
en
Después
de
las
09:53.
El
duelo
entre
el
juez
Galeano
y
Carlos
Telleldín,
el
comerciante
que
vendió
la
Trafic
utilizada
como
coche
bomba,
evoca
para
Sinay
el
de
Erik
Lönnrot
y
Scharlach
en
“La
muerte
y
la
brújula”;
así
como
en
la
ficción
el
asesino
atrae
al
detective
a
una
trampa,
en
la
causa
judicial
el
acusado
termina
por
arruinar
la
carrera
del
magistrado,
aunque
después
de
pasar
diez
años
en
prisión.
Absuelto
dos
veces,
Telleldín
también
es
un
autor
en
el
corpus
sobre
el
atentado,
con
Caso
AMIA:
La
gran
mentira
(2004).
Sinay
encuentra
otra
figura
productiva
en
el
universo
borgeano:
el
expediente
judicial
y
sus
proyecciones,
dice,
conforman
un
laberinto
en
el
que
se
confunden
pistas,
operaciones,
delitos
e
intereses.
Su
apuesta
es
producir
no
revelaciones
en
el
sentido
convencional
del
periodismo
sino
“nuevos
sentidos”
y
una
narración
que
constituya
“un
espacio
de
reparación
y
una
forma
de
contribuir
a
la
lucha
contra
el
silencio”,
con
lo
que
desplaza
el
punto
de
vista
y
configura
un
relato
que
ya
no
está
supeditado
a
la
denuncia
y
a
la
superchería
de
la
información
reservada.
En
esa
dirección
Sinay
recupera
una
enseñanza
de
Gershom
Scholem
sobre
el
valor
de
contar
historias,
astilla
de
una
cultura
que
late
sobre
los
escombros.