Nadie
hace
películas
como
Quentin
Dupieux.
Es
más,
me
atrevo
a
decir
que
hay
muy,
muy
pocos
directores
de
cine
con
su
libertad
para
narrar,
contar
y
sorprender:
películas
tan
inclasificables
y
distintas
entre
sí
como
‘Fumar
provoca
tos’,
‘Mandíbulas’
o
‘Yannick’
solo
pueden
provenir
de
la
mente
de
alguien
que
crea
en
su
cabeza
cien
argumentos
únicos
al
minuto,
con
una
creatividad
incansable,
una
rapidez
extraordinaria
y
una
claridad
mental
única.
Y
también
demuestra
que,
a
veces,
la
creatividad
desaforada
necesita
alguien
que
la
controle
para
que
no
se
convierta
en
caos.
Nunca
cae
sentado,
siempre
cae
Dupieux
Llegados
a
este
punto
en
su
filmografía,
Dupieux
nos
tiene
exactamente
donde
quiere:
deseosos
de
ver
lo
inesperado,
la
rareza
del
año,
de
notar
ese
punto
exacto
en
el
que
la
genialidad
se
mezcla
con
lo
absurdo.
Más
que
películas,
el
director
francés
crea
experimentos
con
la
propia
narrativa
y
las
expectativas
de
los
espectadores,
jugando
con
los
clichés
y
poniendo
toda
la
fuerza
en
unos
diálogos
inauditos
que
van
dando
vueltas
continuas
tras
un
siempre
espectacular
punto
de
arranque.
A
veces
funcionan
(como
en
la
fabulosa ‘¡Daaaaaalí!’),
y
otras
se
queda
a
medio
gas.
Es
el
caso
de
‘El
segundo
acto’.
Lo
nuevo
de
Dupieux
es,
al
mismo
tiempo,
un
metacomentario
sobre
el
mundo
de
los
actores,
una
parodia
del
estado
del
cine
actual
y
una
broma
de
varias
capas
en
la
que
uno
ya
no
sabe
qué
creer.
De
hecho,
comienza
como
una
comedia
romántica
de
equívocos
pero
enseguida
muestra
sus
verdaderas
cartas
entre
copas
de
vino
que
se
llenan
con
temblor,
disparos
inesperados,
Paul
Thomas
Anderson,
amores
imposibles
y
un
final
que
desvela
el
truco
del
mago,
tan
acertado
y
cautivador
como
monótono.
Café
para
cafeteros.
Una
vez
más,
Dupieux
cae
en
su
propia
trampa,
como
ya
hizo
en
‘Increíble
pero
cierto’
o ‘Rubber’:
una
vez
que
el
ingenioso
inicio
está
planteado
y
ha
prendido
la
mecha,
no
sabe
cómo
desarrollarlo,
convirtiendo
el
grueso
de
la
película
en
un
continuo
círculo
que
celebra
su
propia
originalidad
hasta
llegar
a
una
hora
y
cuarto
de
metraje
que,
en
su
gran
mayoría,
se
siente
de
puro
relleno.
Sí,
hay
momentos
fascinantes
aquí
y
allá,
pero
esta
vez
no
consigue
que
los
espectadores
quieran
jugar
con
él
tras
escuchar
minutos
y
minutos
de
conversaciones
que
parecen
semi-improvisadas
y
no
terminan
de
encontrar
su
propio
lugar
y
estilo.
Está
claro
lo
que
intenta
hacer,
pero
el
doble
tirabuzón
no
le
sale
bien
del
todo.
Esta
reunión
podría
ser
un
mail
En
cierta
manera, ‘El
segundo
acto’
hace
un
curioso
díptico
metanarrativo
con ‘¡Daaaaaalí!’,
pero
se
encalla
muy
rápido,
comenzando
con
un
discurso
pretendidamente
provocador
que
se
nota
forzado
y
poco
natural,
como
el
niño
que
dice
una
palabrota
para
que
su
familia
se
ría
durante
el
día
de
su
comunión.
El
director
solo
delinea
los
personajes,
pero
nunca
juega
con
ellos
lo
suficiente
ni
se
zambulle
en
su
miseria
moral,
dejando
su
personalidad
reducida
a
meros
brochazos
que
no
terminan
de
convertirse
en
un
cuadro
completo.
Había
potencial,
sí
(su
punto
de
partida
es
inesperado
y
rompedor,
al
fin
y
al
cabo),
pero
se
pierde
en
su
propia
narrativa.
Cuando
funciona,
eso
sí, ‘El
segundo
acto’
lo
hace
por
todo
lo
alto.
La
escena
dentro
del
restaurante
está
repleta
de
tensión,
la
crítica
hacia
el
futuro
del
cine
actual
es
afilada
(aunque
cae
un
poco
en
el
sketch
tímido
al
estilo
‘Saturday
Night
Live’)
y
la
revelación
final
es
simplemente
fantástica.
Sin
embargo,
la
mayor
parte
de
sus
momentos
caen
en
una
monotonía
dialogística
tan
peligrosa
como
-francamente-
aburrida,
formando
conversaciones
para
besugos
que
parecen
decir
mucho
pero
no
esconden
nada
en
su
fondo.
Para
esta
gamberrada
disfrazada
de
cine
intelectual,
Dupieux
ha
juntado
a
un
reparto
de
élite
con
lo
mejor
del
cine
francés:
Léa
Seydoux,
Vincent
Lindon,
Louis
Garrel
y
Raphaël
Quenard
están
todos
fabulosos
en
sus
papeles,
interpretando
al
mismo
personaje
hasta
con
tres
tonos
completamente
diferentes
entre
sí.
Lindon,
en
particular,
ofrece
unos
matices
soberbios,
ofreciendo
una
actuación
caradura,
pero
al
mismo
tiempo
repleta
de
sensibilidad
(y
algún
que
otro
cliché)
que
eleva
el
peso
de
un
cuarteto
que,
ante
todo,
ha
entrado
en
la
película
para
pasárselo
bien.
Y
se
nota
que
lo
hacen:
el
problema
es
que
esa
alegría
no
termina
de
traspasarse
al
público.
En
última
instancia,
‘El
segundo
acto’
habría
sido
un
cortometraje
mucho
más
incisivo
e
interesante
que
la
película
resultante,
que
se
cree
mucho
más
inteligente
de
lo
que
realmente
es.
Tiene
claro
lo
que
quiere
contar,
y
los
desafíos
que
lanza
a
los
espectadores
(tanto
estéticos
como
narrativos),
pero
su
pretendida
densidad
en
unos
diálogos
abruptos
y
repetitivos
hacen
que
nos
olvidemos
pronto
de
cuál
es
el
juego
al
que,
se
supone,
Dupieux
quiere
jugar
con
nosotros.
Y
cae,
de
manera
imposible
de
controlar,
en
el
río
interminable
de
las
buenas
ideas
que
no
supieron
ir
más
allá.
Al
menos
el
director
sí
se
ha
asegurado
de
algo:
de
que
vayamos
a
ver
su
siguiente
película.
¿Y
si
toca
que
esta
sea
buena?
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