Aviso: Antes de comenzar mi texto sobre ‘El padre’ os recomiendo que, si tenéis intención de verla, dejéis de leer en este mismo momento y os sumerjáis en su propuesta sabiendo lo mínimo sobre ella para poder disfrutarla plenamente.
Puede que uno de los argumentos más insustanciales que pueden emplearse a la hora de intentar denostar un largometraje —y, más concretamente, una adaptación del escenario a la gran pantalla— es el que opta por aludir a una presunta “teatralidad”. Una condición que, de algún modo, merma el potencial “cinematográfico” de una producción a pesar del carácter estrictamente fílmico de su narrativa.
Incongruencias aparte, no cabe duda de que si existe una clara ventaja de las obras representadas en directo sobre una película al uso, esa es su capacidad para centrar la inmensa mayoría del foco del espectador sobre dos componentes esenciales como el texto y los personajes; factores clave para construir unos cimientos sólidos para la emoción, muchas veces ensombrecidos en el cine por florituras innecesarias o patinazos formales.
Casi como si de casi una anomalía se tratase, ‘El padre’, brillante en todos sus aspectos, extrae lo mejor del mundo del teatro y del cine alcanzando un equilibrio excepcional; exprimiendo las posibilidades del medio para moldear un demoledor retrato de la demencia senil que hibrida drama y un sutil terror que abraza códigos casi polanskianos en una de las mejores películas del año.
Mentes deterioradas y espacios mutantes
A pesar de contar con una notable trayectoria como dramaturgo y novelista, resulta sorprendente que ‘El padre’ sea la ópera prima como director de un Florian Zeller que emplea las herramientas propias del lenguaje cinematográfico como un veterano curtido. Un dominio impropio de un debutante gracias al que se genera un ejercicio de punto de vista tan inmersivo como asombroso.
A través de un trabajo de cámara, puesta en escena y planificación impoluto, que no teme en capturar los amplios —y, aún así, tremendamente opresivos— interiores en los que se desarrolla historia con una relación de aspecto 2.39:1, Zeller y su equipo nos introducen de lleno en la realidad de un hombre enfermo en la que reinan la desorientación, las incongruencias temporales y los cambios en un espacio que muta a la voluntad de una mente deteriorada.
No obstante, por encima de cualquier otro elemento técnico o artístico, ‘El padre’ se sirve se sirve del descomunal trabajo del montador Yorgos Lamprinos como principal arma para llevar la experiencia a un nuevo nivel. Así, sin ningún tipo de efectismos, el corte se convierte en un modulador del ritmo y la atmósfera que ayuda a transmutar lo que podría haber sido un drama mucho más convencional en un orgánico coctel de géneros en el que el horror se abre paso sin cortapisas ni artificios.
Haciendo gala de un realismo que impulsa su calado emocional, la cinta no titubea al poner su delicada forma y sus afilados diálogos al servicio de un reparto deslumbrante. Desde sus secundarios —encantadora Imogen Poots— al gran dúo de la función compuesto por Anthony Hopkins y Olvia Colman, todos llevan el relato en volandas con naturalidad y genio; conduciéndolo con gran sobriedad a través de 98 minutos de crescendo constante que explotan en un tercer acto devastador y que hace complicado contener las lágrimas.
Redondeada por las composiciones de un Ludovico Enaudi tan suaves y sensibles como de costumbre, ‘El padre’ es una valiente —en términos tonales— y acertada radiografía de un mal que transforma la realidad del paciente en un laberinto, y la del familiar en una lucha constante. El simple hecho de haber trasladado al cine un tema de este calado, proyectando estas sensaciones de un modo tan fidedigno y huyendo de convencionalismos melodramáticos, sólo es un aliciente más para poder justificar todos y cada uno de sus reconocimientos en la temporada de premios 2020-2021; entre los que se encuentran seis merecidísimas nominaciones a los Óscar. Maravillosa.