Aunque el paso del tiempo haya ido retorciendo y añadiendo matices a su significado, si algo se ha mantenido en relación al concepto de “blockbuster” desde que se acuñó a mediados de los 70, ese es el modo en que ciertos sectores del panorama cinéfilo han negado categóricamente que un producto de estas características pueda tener un poso autoral y aspiraciones artísticas que vayan más allá de entretener al gran público. Nada más lejos de la realidad.
Con su excepcional ‘Tiburón’, Steven Spielberg abrió paso a un nuevo modelo de cine, convirtiéndose más tarde en el referente del “blockbuster de autor”, que refinó en títulos como ‘A.I. Inteligencia Artificial’ o ‘Minority Report’. Un testigo que, salvando las distancias, ahora blande un Christopher Nolan a quien podríamos catalogar de gran adalid contemporáneo de esta corriente, y como muestra fehaciente de que en la pantalla de un multicine hay cabida para mucho más que entretenimientos vacuos y ruidosos —los cuales, por otro lado, no tienen nada de malo—.
Su enorme versatilidad temática y visual ha hecho de la ciencia-ficción un género especialmente proclive a un tipo de producciones que han encontrado en Denis Villeneuve su último estandarte. Tras su irrupción en el juego con la excepcional ‘La llegada’ y su confirmación en la notable ‘Blade Runner 2049’, el francocanadiense ha dado su gran golpe sobre la mesa con ‘Dune’: una Space Opera reconvertida en arte a través de un espectáculo glorioso, arrollador y épico, de una escala e intensidad que difícilmente vuelvan a replicarse, al menos a corto plazo, en la gran pantalla.
Apasionante hostilidad
Pese a que su difícil digestión no reste ni un ápice de brillantez y genialidad a sus dilatados 155 minutos, ‘Dune’ es un largometraje tremendamente hostil hacia el espectador. Más allá del casi imperceptible lastre de repetir los esquemas dramáticos heredados de las historias arquetípicas de “el elegido” —componente mesiánico incluido—, la vis más autoral de Villeneuve se impone hasta distanciarnos radicalmente de unos protagonistas que, a priori, deberían ser el alma de toda película.
Desde el Paul Atreides de Thimothée Chalamet al duque Leto Atreides de Oscar Isaac, pasando por la Lady Jessica de Rebecca Ferguson —todos ellos impecables—, los personajes son tratados sobre el papel y a través de la cámara con una frialdad y un distanciamiento que les priva de casi todo su calor humano, incluso en sus momentos más heroicos y emotivos.
En lugar de proyectar su mirada con mayor intensidad sobre ellos, el director opta por centrar buena parte de sus esfuerzos en articular un ejercicio de worldbuilding descomunal que, a pesar de la necesaria síntesis —especialmente notoria en las básicas relaciones entre facciones—, despliega frente al respetable un universo tremendamente rico que confirma que estamos ante una pieza sci-fi más interesada en los conflictos místicos y geopolíticos que en los emocionales.
El peculiar y contrastado ritmo de ‘Dune’ tampoco ayuda lo más mínimo a asimilar su contenido. A pesar de sonar antagónico, la cinta se revela contemplativa y frenética al mismo tiempo, cocinando su drama a fuego muy lento pero sucediendo sin pausa escenas cargadas de una intensidad abrumadora. Esto hace que sus dos horas y media pasen sobre ti como una apisonadora, enriquecida por un tratamiento formal que convierte lo que podrían ser flaquezas en rotundas victorias.
La Space Opera en su máximo exponente
Sin su cadenciosa narrativa, ‘Dune’ no hubiese sido capaz de alzarse como uno de los despliegues audiovisuales más fascinantes de los últimos años. La maravillosa dirección de fotografía de Greig Fraser, combinada con un diseño de producción apabullante tanto en lo que respecta a vestuario y props como en lo referente a sets y localizaciones, están al pleno servicio del Denis Villeneuve más esteta hasta la fecha.
El cineasta, manteniendo intacto su código genético, vuelve a hacer gala de un gusto exquisito para la composición y la cinética, y de una habilidad innata para dar forma a los grandes planos generales más impresionantes que podamos llevarnos a la boca actualmente; moldeando pasajes de una belleza arrebatador que deslumbran aún más cuando apuestan por lo onírico.
Complementando un diseño de sonido magnífico, envolviendo el conjunto y poniéndole un broche de oro macizo, Hans Zimmer atruena el patio de butacas con la que bien podría ser su mejor banda sonora desde ‘Interstellar’. Incansable, incesante, y proyectada como un mantra que te sume en un estado casi hipnótico, la obra del alemán es la prueba definitiva de que ‘Dune’ no enamora apelando al corazón, sino a lo más primitivo y visceral; atacando sin piedad retinas y tímpanos para dejarte clavado en la butaca, casi sin resuello, pero necesitando más y más.
Haciendo honor a la verdad, y pese a mi entusiasmo hacia un largo que no puedo esperar a revisar, es de rigor subrayar la ejecución de unas escenas de acción —concretamente las de combate— impropias de una pieza como esta. Dejando a un lado la ausencia total de contenido explícito, algo sorprendente dada la violencia intrínseca de la trama, la planificación y el montaje de estos fragmentos están faltos de inspiración y se antojan demasiado pobres.
Si bien luce lo suficientemente estimulante al usar el fuera de campo mediante recursos como desenfoques o reencuadres, cuando la cámara se sitúa en medio de la acción y decide capturarla sin filtros, esta se muestra tan artificial como ineficaz. La sensación de riesgo y tensión se diluyen por completo, convirtiendo estas set pieces en meros trámites para justificar el destino de ciertos personajes o para hacer avanzar la trama.
Esto no sería un mayor problema si no afectase directamente a un apagado tercer acto que condensa su torpe y anticlimático clímax —valga la redundancia— en pocos minutos que no entienden de emoción, y que abren las puertas a una ‘Parte Dos’ presentada sin tratar de maquillar en absoluto su clara naturaleza episódica.
Tropiezos de última hora aparte, es innegable que la ‘Dune’ de Denis Villeneuve es una película destinada a polarizar radicalmente la opinión de los espectadores. De no abrazar su propuesta y ser absorbido por su atmósfera, te expulsará de forma casi instantánea convirtiendo su metraje en una tortura. Pero de ser cautivado por sus muchos encantos, será complicado no caer rendido ante una Space Opera gloriosa, capaz de convertir en algo positivo adjetivos como “grandilocuente” o “excesiva”; una maravilla que podría ser la última de su especie en una industria que, cada vez, juega más sobre seguro.