La autoconsciencia de tus errores no convierte a estos en menores. Alejandro González Iñárritu es consciente de que en ‘Bardo’, la película que ha seguido de un interminable subtítulo casi inadvertidamente paródico, ha forzado su propia maquinaria, e incluso lo parodia en la propia película, con muy poquito acierto. En la búsqueda de la película perfecta, el director ha caído en el error de quererse demasiado y confiar en que todos los demás le íbamos a seguir en este viaje de ego desaforado que triunfa en lo técnico pero fracasa en cualquier intento de dejar poso en el espectador.
El emperador va desnudo
Quién tuviera el autoestima de Iñárritu, que ha dedicado dos horas y media (tras cortar veinte minutos después de su polarizante paso por Venecia) a explicarnos que es un director estupendo y a tratar de copar todas las cuentas de Twitter de “One Perfect Shot”. Y sí, por separado, ‘Bardo’ está repleta de planos perfectos, simétricos, espectaculares, que harán las delicias de los que gozan con una buena composición. Ahora bien, en el contexto de la película, estos planos no tienen razón de ser, y forman parte únicamente de la búsqueda autocomplaciente de un director más preocupado por el legado que va a dejar que por armar un discurso. El mexicano pone la historia al servicio de la técnica con un único objetivo: que veamos las cosas que sabe hacer.
Iñárritu quiere crear un poema visual, pero no es Luis Buñuel. Por muy prodigiosa que ‘Bardo’ sea en el apartado técnico, todos los buenos poetas visuales cuentan algo en sus planos más allá de dejarse llevar por la belleza y la espectacularidad: el director nos presenta una película prepotente falta de una armazón lo suficientemente fuerte como para justificar tal altivez. Y es que la cinta de Netflix se debate entre ser una comedia, un drama o un mal ejemplo de cine social (con piezas de guion tan poco sutiles como “Amazon ha comprado un estado de Estados Unidos”), sin darse cuenta de que esta falsa búsqueda de significado enmascara lo único que quiere ser realmente sin lograrlo: una película sensacional.
‘Bardo’ vive por y para ser una experiencia que te cambie la vida, y para ello echa mano de toda la ingeniería posible, desde frases grandilocuentes que no dicen nada (esa vergonzante escena en el cuarto de baño) hasta confusiones espaciotemporales, planos secuencia imposibles y metacine, sin desdeñar un giro final engañoso que parece más la conclusión de un cortometraje universitario que de una obra tan pretendidamente magnificente como esta. Iñárritu no teme caer en el ridículo de la grandilocuencia absurda y a lo largo del metraje hace que su protagonista (que es, sin mucho enmascaramiento, él mismo) converse con Hernán Cortés sobre una torre de cuerpos, nade desde un autobús hasta su propia casa y vuele sobre un desierto en un plano subjetivo. Pero, lamentablemente para sus intenciones, los espectadores no nos quedamos obnubilados con sus capacidades cinematográficas y podemos ver que el emperador no lleva un nuevo traje: va completamente desnudo.
Entre el One Perfect Shot y el vídeo de WhatsApp
Contra lo que se puede pensar, ‘Bardo’ no es el nombre que Iñárritu se pone a sí mismo en una película pseudo-autobiográfica, sino el espacio entre la muerte y el renacimiento en el budismo. Esta cinta, que intenta ser más grande que la vida misma y sobrepasar los límites de lo cinematográfico, supone la muerte del director como narrador de historias y su renacimiento como mago que es capaz de plasmar los sueños en imágenes. O eso es lo que él cree, al menos.
No es la única película de este año que rechaza de pleno una narrativa convencional para contar pequeños retazos totalmente diferenciados en tono e intenciones. ‘Bardo’ empieza con un sketch que podría enviarte tu tía por WhatsApp con el texto “¡Mira esto! Jajajaja” y culmina con un intento de reflexión sobre la vida que llega demasiado tarde, cuando la película nos ha ido sacando poco a poco y a empujones.
No voy a negar lo evidente: su visionado es, si se puede dejar de lado la auto-egolatría del director y la impresión continua de que esto solo es una película indulgente con él mismo, agradable. Sí, de verdad: visualmente es espectacular (mucho ojo a esa fabulosa escena con ‘Let’s dance’ de fondo) pero cualquier intento que quiere hacer por romper esa burbuja de preciosismo y centrarse en los sentimientos le sale muy mal. Porque en ‘Bardo’ todo es tan artificial que hasta los sentimientos son impostados.
Una epopeya olvidable
Argumentalmente, lo más interesante de ‘Bardo’ radica en la hipocresía de Silverio, su protagonista, que después de una vida haciéndose un nombre en Estados Unidos decide volver unos días a México y comportarse como si fuera un patriota… Solo para enfadarse después si alguien no considera a Estados Unidos como su hogar. Es a esta dualidad a la que Iñárritu, probablemente viéndose reflejado, dedica más tiempo, ironía y agriedad, y sus reflexiones, si bien no dan siempre en el clavo, tienen valor. Silverio, el libertador de los pobres que acepta un premio de los capitalistas. El que cree en México pero envía a sus hijos a vivir al extranjero. El mexicano yanqui.
Tristemente, son pequeños momentos envueltos en tedio por culpa de conversaciones olvidables entre personajes que van y vienen, que ni siquiera importan en la película. Son la excusa para que el director haga sus trucos de magia y juegue con el medio: deja sin voz a un amigo de Silverio, cambia su tamaño al hablar con su padre (un efecto que, por cierto, no funciona nada bien), se introduce como personaje en su propio documental… Suena muy bien sobre el papel, pero a la hora de la verdad ‘Bardo’ se quiere demasiado como para aprovechar todas sus posibilidades.
‘Bardo’ quiere ser tan rompedora, novedosa, diferente y sorprendente que no se da cuenta de que su historia la hemos visto mil veces, su giro final es simplón y los secundarios son simples comparsas de un protagonista desagradable. Visualmente es impresionante, sí, pero después de media hora uno empieza a mirar el reloj, solo para encontrar, con cierto desagrado, que aún quedan dos horas por delante. La BBC tituló a su crítica “una película de tres horas que se siente como si durara 17”, y no lo podría expresar mejor. El tedio más bonito que he visto nunca.