Hay tan poca vida en la realidad que no es raro que a más de un espectador se le ocurra refugiarse en una sala de cine para entenderse mejor y que fluyan ahí los pensamientos y las emociones de la existencia propia. La escritora estadounidense Hanya Yanagihara, que hizo suya la expresión utilizada en el arranque del texto en su novela publicada en 2015, plasmó en papel el tedio que se puede llegar a sentir en momentos de angustia y en los que se corre el riesgo de no encontrarse a uno mismo.

Fue precisamente poco antes de la pandemia del coronavirus SARS-CoV-2 cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS, por sus siglas) empezó a hablar en un informe elaborado por su Oficina para la Región Europea de la relación beneficiosa entre el arte y las emociones –y, por ende, la salud mental–, llegando incluso a poder ayudar en “desafíos complejos” a nivel personal.

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Meterse en la pantalla, como la confusión a la que da lugar uno de los personajes protagonistas de ‘La rosa púrpura del Cairo’ de Woody Allen, puede ser como desenredar la madeja que tenemos dentro de la cabeza y que en el día a día, por la imposibilidad de vivir lento, no es manejable. Parte de esa magia también reside en poder llorar, reír y sentir, en definitiva, en la oscuridad para liberar tensión.

Cuando mirar la pantalla es mirarse al espejo

De ir al cine como experiencia colectiva se ha hablado ampliamente, aunque no por el hecho de comulgar con el ritual de entrar en una sala de butacas que apagará las luces y quedará en silencio desaparece la vivencia intimista del estar tan solo “tú a tú”, como cuando escuchar una canción adquiere distinto significado dependiendo de los oídos que la aprecien. En un reciente concierto de la gira ‘Motomami’ de Rosalía, cuando la artista catana empezó a cantar ‘G3N15’, el tema dedicado a su sobrino, se podía sentir en la pista que empezaban a fluir las vivencias propias, muy alejadas de ese niño de 10 años del que habla la letra. Y, en ese contexto, de repente tenías delante de ti alguien que se emocionaba a lágrima viva pero de manera diferente, con alguien al lado que le arropaba.

Frances McDormand en Nomadland

Nomadland

En este caso, el audiovisual puede despertar una vía paralela de pensamiento que sirva para salir del atolladero mental y aprender a superar ciertos momentos caóticos, así como sirve a la vez de distracción del mundo tangible y real. Hacer caso a la ficción, una forma de arte que puede parecer mucho más majestuosa que la realidad pero que a fin de cuentas se queda pequeña cuando la comparas con el día a día, deja un poso de arraigo personal que permite crecer y ser capaz de ver todo desde una mayor calma por haber, en parte, “sufrido” ya algunos trances en la oscuridad. ¿Llorar en el cine puede llegar a tener un cariz terapéutico? Según el documento de la OMS, establecer un vínculo con el arte puede ayudar a desarrollar conexión social, reducir el aislamiento y construir la identidad individual.

Hay mucho intimismo en ver una película y el que muchos hablen de la incapacidad de ir solos al cine por verlo como una experiencia incómoda, al estar básicamente solo ante el peligro con uno mismo, pone en evidencia que pararse ante una pantalla para seguir el viaje de uno o varios personajes es una introspección con la que se corre el riesgo de acabar en carne viva, curándose muy posiblemente. Exponerse a otra realidad y vivirlo de forma intensa es uno de los grandes refugios a los que ir a parar no solo por el entretenimiento, sino por el espejo que sirve para ofrecer un reflejo propio.

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Dependiendo del género que el público se siente a ver, puede llegar a encontrarse una marcada dualidad en los protagonistas que intensifique la trama para hacerla más interesante. A esa trama de misterio se añade otro propio sobre la base de una dualidad archiconocida para con el espectador, visto como ese “voyeur” capaz de observar toda la acción que discurre en el cine o en la habitación, y que le puede servir también para analizarse a uno mismo. Para entenderlo de manera un poco más gráfica, el momento de enfrentarse a una película de esta forma puede ser como ese niño o niña que en algún momento de su infancia, ante un momento invasivo, solo puede vivirlo tapándose los oídos, sentado en el suelo, llorando y deseando internamente que acabe pronto, pero con la obligación de vivirlo inevitablemente.

La archiconocida dualidad para con el espectador, visto como sujeto ‘voyeur’ capaz de observar toda la acción que discurre en el cine o en la habitación, puede servir también para analizarse a uno mismo.

Para algunos espectadores, se puede dar el ritual extraño de ver a los personajes como una suerte de alter egos en un universo paralelo. Verse desde fuera con un guion como canal ayuda a deconstruirse y deshacer internamente los pasos para llegar a una conclusión que sirva como punto de partida, punto de inflexión o conclusión. Hay un género que pone específicamente a prueba al apegarse al tono tragicómico de la realidad con personajes que parecen no tener nada especial para ser dignos de una trama audiovisual, pero que acaban por dar en la clave vital con el propio arco que experimentan en el momento.

En la película reciente ‘Todo a la vez en todas partes, en la que sin duda pasan escenas a cada cual más fantásticas y que está en parte anclada en el ‘summum’ de pisar el olimpo de los superhéroes, hay mucha comedia que nace del más puro absurdo y fruto de la tristeza.

Un tono muy similar a lo que es la vida y a la entremezcla de sentimientos que hay que digerir cada día. Esa madre con ese marido o esa hija que son incapaces de hablar somos perfectamente nosotros hablando de nuestros defectos; al igual que esa recepcionista, ese compañero de trabajo y ese jefe de ‘The Office muestran todo lo desesperante que hay a nuestro alrededor y que puede dejar muchas veces sin palabras y poniendo caras raras, sintiéndonos aún más incómodos.

Laia Costa en Cinco Lobitos

Para quien escribe este artículo, llorar con el audiovisual se ha convertido ya en un proceso liberador, especialmente en historias como las recientes preseleccionadas a representar a España en los Premios Óscar 2023, ‘Alcarràs‘ y ‘Cinco lobitos, o en series como ‘Fleabag, que al principio parece tener un personaje superficial pero que luego descubre un viaje hacia el “no me soporto” y “no soporto a mi familia” muy humano.

Aquellos que encuentren también proyectos similares su ficción de confort entenderán esa filosofía de lo “amargo”. Uno no se acerca puramente al cine para sufrir y pasarlo mal, aunque de ese viaje se aprende mucho.