Hablamos
en
profundidad
con
el
actor,
director
y
activista
sobre
los
altos
y
bajos
de
su
carrera,
en
motivo
del
estreno
de
su
nueva
película ‘Ciudad
de
asfalto’
En
Ciudad
de
asfalto,
Sean
Penn
interpreta
a
Gene
Rutkovsky,
un
paramédico
curtido
en
las
noches
de
Nueva
York
que
enseña
al
joven
Ollie
Cross
(Tye
Sheridan)
sobre
los
claroscuros
de
la
humanidad
en
los
márgenes.
Lo
entrevistamos,
junto
con
Patrick
Heidmann
y
Luca
Mastrantonio,
a
quienes
agradezco
la
mano
en
recuperar
el
audio
de
la
conversación.
Esta
es
una
charla
en
profundidad
que
ocurrió
en
una
habitación
durante
el
pasado
Festival
de
Cannes,
donde
la
película
por
la
Palma
de
Oro.
Sean
Penn
nos
recibió
con
su
guardaespaldas
sobre
las
cinco
de
la
tarde.
Un
plato
de
espaguetis
estaba
olvidado
en
un
rincón
de
la
habitación
y
el
actor
no
dejó
de
fumar
durante
toda
la
charla.
En
el
audio,
a
partir
de
cierto
punto,
la
voz
de
Penn
empieza
a
confundirse
con
el
repiqueteo
con
la
pierna
del
cristal
de
la
mesita
que
sostenía
las
grabadoras
encima.
Sean
Penn
habla
cauteloso,
lento
y,
en
ocasiones,
con
un
ligero
temblor.
Acordamos
una
primera
pregunta
de
cortesía.
¿Qué
le
hizo
aceptar
este
papel?
Estaba
en
Sudáfrica
haciendo
una
película
con
Adèle
Exarchopoulos,
quien
estaba
muy
insistente
con
que
tenía
que
ver
Johnny
Mad
Dog
(Jean-Stéphane
Sauvaire,
2008).
Cuando
la
vi
me
sentó
como
un
puñetazo,
sólo
tenía
ganas
de
ponerme
manos
a
la
masa
y
trabajar
con
él.
Este
tío
sabía
cómo
se
hacía
cine.
Fue
Adèle
quien
nos
juntó,
aunque
sé
que
él
me
tenía
la
vista
echada
desde
hacía
tiempo.
Me
había
escrito
años
atrás,
siendo
yo
Jurado
Oficial
y
él
con
una
película
en
Quincena
de
Cineastas,
para
trabajar
en
este
proyecto.
Pero
no
era
el
momento.
Yo…
No
funciono
muy
bien
cuando
no
estoy
metido
al
cien
por
cien
en
un
proyecto.
Ha
habido
ocasiones
en
las
que
me
han
ofrecido
buenísimos
materiales,
de
manos
muy
talentosas
y
debería
haber
dicho
que
no,
porque
no
estaba
preparado
para
hacerlo.
Por
ejemplo,
su
película
tenía
muchísima
oscuridad
y
yo
he
llegado
a
un
punto
en
mi
vida
en
el
que
necesito
cargarme
para
hacer
cosas
nuevas.
En
aquel
momento,
no
me
sentía
cargado.
Le
llevó
un
tiempo
financiarla,
y
durante
ese
tiempo
insistió
sin
parar
con
que
tenía
que
hacer
esta
película
con
él.
Era
un
juego
delicado,
porque
yo
no
dejaba
de
decirle
que
no,
pero
al
mismo
tiempo
quería
ser
muy
claro
con
que
él
me
gustaba
y
algún
día
sí
tenía
intención
de
trabajar
juntos.
Fíjate
si
se
emperró
que
un
día
le
dije
–porque
en
una
versión
anterior
de
guion
mi
personaje
se
suicidaba
con
una
pistola–,
le
dije:
“Vale,
trabajaré
contigo
pero
el
suicidio
tiene
que
ser
el
primer
día
de
rodaje
y
con
un
arma
de
verdad”.
Luego
pasó
el
tiempo,
y
me
recargué,
y
nos
pusimos
a
ello.
Comenta
que
necesitó
un
paréntesis
de
la
interpretación
para
recargarse,
trabajando
como
director
y
como
activista.
¿Hasta
qué
punto
ese
paréntesis
era
excepcional?
¿Le
ha
vuelto
a
interesar
actuar?
Bueno,
deja
que
te
cuente
una
historia
divertida.
Me
había
tomado
un
tiempo,
y
al
volver
acepté
dos
guiones:
este
[el
de
Ciudad
de
asfalto]
y
un
mano
a
mano
con
Dakota
Johnson,
escrito
con
finura
sobre
todo
lo
que
nos
preocupa
hoy
alrededor
de
la
política
de
la
sexualidad
[la
película
es
Daddio,
de
Christy
Hall,
creadora
de
Esta
mierda
me
supera,
y
se
estrenó
el
pasado
Festival
de
Toronto
con
críticas
muy
positivas].
Ambas
eran
producciones
independientes,
pero
si
era
capaz
de
hacer
las
dos
me
salían
rentables.
Así
que
rodé
las
dos.
Cuando
pienso
en
Ciudad
de
asfalto,
pienso
sólo
en
lo
mejor
del
rodaje:
Jean-Stéphane
[Sauvaire,
director],
Tye
[Sheridan],
David
Ungaro,
el
director
de
fotografía
[le
conocemos
por
la
fotografía
de
The
Owners
(Los
propietarios),
cinta
de
terror
de
2020]…
Y
mira
que
la
experiencia
fue
miserable.
Yo
estaba
preocupado
por
Jean-Stéphane,
porque
tenía
una
ambición
muy
elevada
(como
debía
ser),
lo
cual
hacía
que
yo
me
sintiera
al
pie
del
cañón,
estresado
y
con
una
gran
responsabilidad.
Por
aquel
entonces,
yo
llevaba
quince
años
sin
disfrutar
actuando.
Fue
desde
que
hice
Mi
nombre
es
Harvey
Milk
con
Gus
Van
Sant,
quince
años
atrás.
Esa
fue
la
última
película
que
disfruté.
Incluso
si
me
daban
buenos
materiales,
actuando
me
sentía
muy
desgraciado
Por
aquel
entonces,
yo
llevaba
quince
años
sin
disfrutar
actuando.
Fue
desde
que
hice
Mi
nombre
es
Harvey
Milk
con
Gus
Van
Sant,
quince
años
atrás.
Esa
fue
la
última
película
que
disfruté.
Incluso
si
me
daban
buenos
materiales,
actuando
me
sentía
muy
desgraciado.
Así
que
decidí
alejarme.
Pero
claro,
tenía
que
ganarme
la
vida
de
alguna
forma,
así
que
acepté
los
dos
proyectos,
uno
detrás
de
otro.
Y
con
Daddio,
quizás
por
efecto
de
rodar
esto
antes,
tuve
la
mejor
experiencia
que
he
tenido
nunca
actuando
(sonríe).
En
el
rodaje
eran
casi
todo
mujeres,
estaba
escrita
y
dirigida
por
una
mujer
y
ello
me
permitía
explorar
rincones
a
los
que
ni
me
hubiera
acercado
de
haber
estado
hecha
por
un
hombre.
No
creo
que
debería
ser
así,
porque
todo
el
mundo
debería
poder
dirigir
cualquier
cosa,
pero
Christy
me
dio
palabras
para
expresar
aquello
que
se
nos
prohíbe
expresar
estos
días
y,
sobre
todo,
me
dejó
formularle
contrapartidas
a
sus
argumentos.
Tuvimos
conversaciones
lo
suficientemente
largas
para
comprobar
que,
a
pesar
de
que
partíamos
de
lugares
muy
diferentes,
en
el
fondo
estábamos
de
acuerdo
y
nos
referíamos
a
lo
mismo.
Ni
cuando
era
joven
recuerdo
haber
disfrutado
tanto,
ni
haber
llegado
tan
lejos.
He
tenido
mucha
suerte.

Metropolitan
FilmExport
Penn
en ‘Ciudad
de
asfalto’
Rutkovsky
divide
a
la
Humanidad
en
cobardes
y
no
cobardes.
¿Cómo
divides
a
la
Humanidad,
como
activista?
¿Cuál
es
la
característica
humana
por
definición?
Deja
que
te
hable
como
espectador.
El
público
nunca
sabe
cuándo
se
le
está
mintiendo,
pero
sí
son
perfectamente
conscientes
de
cuando
se
les
cuenta
la
verdad.
Y
me
voy
a
una
cita: “La
responsabilidad
del
autor
es
entender
el
tiempo
en
el
que
vive”.
Mientras
esa
sea
la
fuerza
motora
del
arte,
no
importa
de
lo
que
hables,
ni
de
qué
tiempo
sea.
A
mí
no
me
interesa
que
me
cambies
la
Historia
y
Napoleón
cambie
de
opinión
sobre
algo.
A
mí
me
interesa
cualquier
cosa
que
nos
dé
de
herramientas
para
hacer
algo
al
respecto.
Yo
algunas
veces
creo
que
lo
he
conseguido,
y
otras
creo
que
he
fallado.
Aun
así,
incluso
cuando
cuesta
tanto
levantar
proyectos
personales,
que
hablen
realmente
de
ti,
no
quiero
participar
demasiado
en
la
cultura
de
la
queja.
No
quiero
ser
de
esos
que
dan
golpes
a
la
mesa
y
beben
vodka
y
dicen
que
el
cine
ha
muerto.
A
los
cineastas
que
lo
hacen
debería
caerles
la
cara
de
vergüenza,
delante
de
películas
tan
frescas
y
tan
nuevas.
Sí
deberíamos
preocuparnos
por
una
industria
inestable,
pero
hay
que
mantener
la
distancia
y
no
perder
el
foco.
Él
[Stéphane]
es
así,
no
se
censura,
ni
dialoga
con
la
queja.
Es
inmune
creativamente.
Cuanto
más
lejos
puedes
ir
de
la
cultura
de
la
queja,
más
energía
tienes
para
hacer
lo
tuyo.
Y
esto
ya
es
autobiográfico.
La
chica
de
quien
hace
años
me
enamoré
es
la
pantalla
de
cine,
y
la
experiencia
compartida
de
ver
una
película
–cuando
termina
una
película
y
ya
no
sois
completos
desconocidos
con
el
resto
del
público,
casi
como
en
un
viaje
en
taxi–.
No
puedo
romper
con
esa
chica,
es
mi
esposa
(ríe).
Y
bueno,
no
me
refiero
a
esposa
de
verdad.
Ya
he
tenido
varias,
y
soy
imposible
como
marido…
Pero
con
el
cine…
Por
eso
me
gusta
tanto
hacer
de
jurado,
porque
en
Estados
Unidos
somos
tan
monoculturales.
Donde
yo
vivo
[en
Malibú]
hay
dos
cines,
y
uno
pone
películas
francesas
cool
sí,
pero
nunca
verás
aquella
película
filipina
buenísima
allí.
Aquí
[en
Cannes],
en
cambio,
nunca
piensas
de
dónde
es
una
película.
Más
tarde
me
voy
a
reunir
con
unos
cineastas
sudaneses
que
verán
el
primer
estreno
de
su
país
en
el
Festival
[se
trata
del
equipo
de
Goodbye
Julia,
que
compitió
en
Un
Certain
Regard].
Hay
que
ir
más
allá
[de
la
queja],
porque
entonces
te
pierdes
todo
lo
bueno
del
cine
nuevo,
incluso
en
las
plataformas,
donde
hay
gente
con
una
imaginación
desbordante.
Estoy
yendo
con
calma
con
mi
romance
con
la
pantalla
pequeña,
porque
mi
amor
al
cine
es
aún
muy
grande,
pero
quizás
haya
un
camino
allí.
Pero
no
tiene
planes,
como
director,
de
crear
una
serie
o
algo
por
el
estilo.
De
hecho,
sí
tengo.
Arranqué
una
pequeña
empresa
[Projected
Picture
Works,
quienes
según
Variety
estaban
trabajando
desde
2022
en
Killers
&
Diplomats,
un
thriller
político
rescatado
de
la
Black
List
sobre
un
artículo
del
Pulitzer
Raymond
Bonner]
con
un
par
de
cientos
de
millares
de
dólares
para
colaborar
con
compañías
más
grandes.
Está
muy
enfocada
a
la
producción
de
cine,
pero
tenemos
un
par
de
proyectos
de
serie
preparándose,
aunque
yo
no
esté
en
los
créditos
como
director
o
actor.
Su
personaje,
Rutkovsky,
acaba
admitiendo
sus
errores.
¿Hay
algún
error
que
le
gustaría
admitir?
Ya
sé
en
qué
piensas.
Creo
que
te
refieres
a
dos
errores
en
particular
(sonríe).
Uno
es
político,
el
otro
es
personal.
El
segundo
habla
de
mis
relaciones:
familia,
amantes,
mujer.
Me
he
vuelto
muy
bueno
en
las
relaciones,
y
eso
que
mi
vida
es
muy
superficial.
Pero
me
ha
costado
su
tiempo
empezar
a
admitir
mis
errores,
pero
al
final
ello
también
me
ha
llevado
a
cometer
menos
errores.
Cuando
te
mantienes
firme
en
lo
que
crees,
acabas
siendo
más
precavido
y
disculpándote
menos.
Luego,
hay
un
par
de
cosas
en
mi
historial
como
periodista
y
activista
global…
Y
esas
piden
conversaciones
mucho
más
largas.
Te
daré
un
ejemplo.
Hugo
Chávez
era
mi
amigo,
le
quería.
Cuando
tomó
el
poder,
un
80%
de
su
país
no
tenía
identidad,
acceso
a
la
sanidad
o
a
una
educación,
ni
un
trabajo.
Y
lo
cambió.
Y
yo
lo
vi.
No
por
lo
que
me
dijeran
que
viese,
sino
porque
pasé
mucho
tiempo
allí.
Y
el
país
le
quería…
Así
que
yo
escribí
y
dije
algunas
cosas
en
su
favor,
entonces…
¿Sabes?
Algunas
personas
deberían
gobernar
como
lo
hacen
los
marines.
Son
los
primeros
en
llegar,
detienen
la
hemorragia
y
se
apartan.
Pero,
y
yo
soy
un
creyente
fervoroso
de
las
instituciones
–estoy
muy
agradecido
de
la
existencia
de
la
CIA–,
aquí
tienes
a
un
continente
donde
se
han
hecho
cosas
tremendas,
y
que
tiene
una
razón
para
estar
paranoicos.
Eso
fuerza
a
cualquier
líder,
de
cualquier
parte
del
mundo,
a
contratar
a
gente
en
la
que
confías
aunque
no
sean
los
mejores
para
el
puesto.
Luego
hizo
el
referéndum,
y
yo
le
dije
que
no
iba
a
escribir
más
sobre
él.
Hoy
pienso
que
está
muy
equivocado.
Pero
por
aquel
entonces,
cuando
la
única
institución
era
Elvis
y
Elvis
se
fue
para
no
volver,
no
tenías
por
qué
ser
una
persona
horrible
para
ser
Maduro,
sólo
un
gerente
muy
malo.
Y
eso
te
lleva
a
la
Venezuela
de
hoy.
Pero
yo
no
tengo
nada
de
lo
que
arrepentirme
al
respecto.
Por
otra
parte,
me
han
acusado
de
celebrar
al
Chapo
[Joaquín
Guzmán
Loera,
el
narcotraficante],
pero
yo
nunca
he
hecho
eso.
Mi
primo
está
en
la
DEA
[Administración
de
Control
de
Drogas
estadounidense]
y
yo
nunca
felicitaría
a
alguien
que
descuartiza
a
bebés
con
una
motosierra.
Eso
fue
un
malentendido
tremendo.
[Aquí,
el
golpeteo
de
pierna
de
Penn
inunda
la
grabación]
De
lo
que
sí
me
arrepiento
es
de
no
estar
ahora
mismo
en
el
frente
ucraniano,
ayudando.

Focus
Features
Peann
en
un
fotograma
de ‘Mi
nombre
es
Harvey
Milk’
¿Es
verdad
que
le
dio
uno
de
sus
Oscars
a
Volodímir
Zelenski?
Sí,
el
de
Mystic
River,
porque
el
de
Mi
nombre
es
Harvey
Milk
lo
tengo
roto
y
no
quería
darle
uno
roto.
¿Qué
piensa
hacer
si
Ucrania
gana
la
guerra?
“Ganar”
no
tiene
mucho
sentido
cuando
hay
tanta
gente
muriendo,
pero
estoy
seguro
de
que
Ucrania
dominará
este
conflicto
militar.
Con
el
apoyo
adecuado,
podrían
haberlo
hecho
ya,
y
Putin
podría
estar
ya
jodido
políticamente.
En
el
peor
de
los
casos,
si
esto
va
para
años,
los
ucranianos
irán
todo
lo
lejos
que
haga
falta
para
acabar
dominando
la
situación.
Al
presentar
una
obra
en
un
festival
como
este,
usted
se
expone
ante
el
mundo
y
eso
le
pone
en
una
situación
vulnerable.
¿Qué
tan
difícil
es
eso?
Incluso
si
usted
es
“sólo
un
actor”.
Yo
estoy
muy
relajado.
Pero
una
cosa
sí
es
verdad:
los
abucheos
en
Cannes
no
se
olvidan.
Ese
es
el
riesgo
que
cualquier
cineasta
acepta
viniendo.
Hoy
no
me
preocupa,
no
he
tenido
que
convencer
a
ningún
financiador
que
no
iba
a
perder
dinero
con
esta
película.
En
todo
caso,
nunca
he
tenido
dos
malos
días
seguidos
en
un
festival
de
cine.
He
pasado
horas
miserables,
en
Cannes,
pensando:
“Bueno,
esto
no
va
a
continuar
bien”…
Pero
bueno.
[Aquí
nos
cortan
la
entrevista,
pero
Sean
Penn
insiste
en
darnos
“cinco
minutos
más”,
que
se
convierten
en
quince]
Siendo
una
figura
tan
pública,
¿hasta
qué
punto
piensa
en
cómo
van
a
ser
recibidas
las
decisiones
que
toma?
Creo
que
tengo
un
sentido
razonablemente
bueno
de
quién
soy,
y
creo
que
eso
es
una
mezcla
de
lo
que
soy
de
verdad,
pero
también
de
quién
me
han
hecho.
Como
todo
el
mundo.
Pero
todo
el
mundo
tiene
su
naturaleza,
y
hay
que
ser
consciente
de
ella
y
honrarla.
Convertirla
en
gasolina
para
nuestra
vida,
incluso
si
conlleva
aspectos
peligrosos.
Eso
no
quiere
decir
que
te
entregues
a
tu
lado
oscuro…
Cada
vez
veo
más
claro
que
mi
motor
se
encuentra
en
poner
el
foco
sobre
temas
que
no
tienen
suficiente
visibilidad.
Llamar
la
atención
para
concienciar
a
tontos
como
yo,
o
gente
que
no
puede
permitirse
viajar
adonde
yo
voy,
pueda
tener
el
contexto
y
toda
la
información.
Y
eso
no
quiero
cuestionarlo
nunca.
De
hecho,
me
gustaría
hacerlo
más.
Mi
objetivo
es
seguir
dando
valor
a
lo
que
hago
en
público
y
haciendo
que
las
palabras
que
uso
sean
más
específicas,
porque
hay
gente
que
sabe
hablar
mejor
que
yo
y
que
está
apelando
específicamente
a
la
gente
con
poder.
Así
que,
por
lo
menos,
quiero
defender
mi
rincón
en
la
habitación.
Cada
vez
veo
más
claro
que
mi
motor
se
encuentra
en
poner
el
foco
sobre
temas
que
no
tienen
suficiente
visibilidad
Descríbanos
un
momento
de
pena
profunda…
Hay
un
momento
de
miseria
profunda
que
me
ocurrió
en
invierno
de
2010.
No
había
habido
un
caso
declarado
de
difteria
en
Haití
en
treinta
años.
Después
del
terremoto
habíamos
traído
a
muchísimos
voluntarios
al
lugar
y
aprendimos
todos
que,
a
pesar
de
los
avances
en
la
investigación
y
el
tratamiento
de
enfermedades
endémicas
e
infecciosas,
la
clave
estaba
en
una
buena
comunicación
con
los
médicos
locales.
Así
que
yo
siempre
traía
una
radio
conmigo.
Un
día,
recibí
una
llamada
de
una
doctora
estadounidense,
que
había
estado
trabajando
con
nosotros
en
el
hospital
de
campaña
desde
hacía
una
semana.
Estaba
en
shock.
Me
pidió
que
bajara
a
verla,
y
me
preguntó
si
estaba
vacunado
contra
la
difteria.
Creía
que
un
chico
de
catorce
años
al
que
acababan
de
ingresar
la
tenía.
Catorce
años.
Los
síntomas
eran
como
de
gripe,
pero
tenía
la
lengua
gris,
lo
cual
es
una
señal
clara
de
difteria.
Todo
el
resto
de
doctores,
locales,
insistían
en
que
no
podía
ser
difteria.
Acababan
de
pasar
por
un
terremoto,
no
podían
sufrir
además
su
primer
caso
de
difteria.
El
destino
no
puede
jugártela
con
un
terremoto
más
un
brote
de
cólera.
¡Eso
es
de
locos!
Pero
yo
decidí
creerla.
En
aquel
entonces,
nos
habíamos
involucrado
a
trabajar
en
un
hospital
provisorio
y
les
habíamos
donado
una
ambulancia.
Cuando
nuestro
centro
estaba
demasiado
lleno,
trasladábamos
los
pacientes
al
resto.
Entonces
había
tres
hospitales
que
podían
recibir
a
pacientes
con
enfermedades
infecciosas,
así
que
cogimos
la
ambulancia,
un
voluntario
haitiano
y
yo,
y
nos
dedicamos
todo
el
día
a
recorrer
los
hospitales
de
la
isla
–con
la
sirena,
jugándonosla
con
el
tráfico–
buscando
algún
sitio
donde
trataran
al
chico.
Nos
echaron
de
todos
los
hospitales,
la
mayoría
alegando
que
eso
no
podía
ser
difteria.
Uno
de
los
centros
nos
rechazó
porque
el
chico
tenía
catorce
y
no
trece,
y
sólo
atendían
a
niños.
Fue
una
odisea
de
once
horas,
y
este
chico
se
nos
empezaba
a
desvanecer.
Le
hablábamos,
pero
respondía
menos
y
menos.
Finalmente
nos
aceptó
una
doctora
que
había
convertido
su
clínica
de
cirugía
plástica
en
un
hospital
abierto
para
todo
el
mundo.
Nos
dejó
quedarnos
y
no
ir
llevando
al
chaval
por
carreteras
llenas
de
baches
mientras
tratábamos
de
llamar
a
alguien
que
lo
ayudara:
la
Cruz
Roja
haitiana,
la
Cruz
Roja
americana,
el
ejército
estadounidense,
los
CDC
[Centros
para
el
Control
y
Prevención
de
Enfermedades,
la
agencia
nacional
de
salud
pública
de
Estados
Unidos],
la
Organización
Mundial
de
la
Salud…
Nadie.
Nadie
sabía
qué
hacer.
Estábamos
jugando
todas
nuestras
cartas,
y
todo
el
mundo
que
habíamos
contactado
estaba
haciendo
todo
lo
posible.
A
las
cinco,
después
de
once
horas,
conseguimos
que
lo
aceptaran
en
esta
clínica,
donde
al
menos
tenía
algo
de
aire
acondicionado.
Uno
de
los
voluntarios
del
centro,
que
estaba
en
contacto
con
nuestro
hospital,
se
marchó
a
cenar
y
reconoció
a
alguien
de
los
CDC
(era
fin
de
semana,
era
difícil
contactar
a
nadie
por
teléfono).
Él
le
indicó
que
había
un
hospital
a
veinticinco
minutos
de
Puerto
Príncipe
que
sí
estaba
enfermedades
infecciosas
y
que
teníamos
que
ir
allí.
Ellos
tenían
la
vacuna.
A
esa
hora,
el
padre
del
chico
ya
nos
había
alcanzado
y
estaba
con
nosotros
en
la
clínica.
Así
que,
a
pesar
de
las
muchas
reticencias
del
padre,
nos
apresuramos
a
meter
al
chico
en
la
ambulancia
y
corrimos.
Yo
iba
detrás
con
ellos
dos,
padre
e
hijo,
y
le
digo
al
padre:
“Va
a
vivir”.
Porque,
aunque
el
chico
estaba
el
las
últimas,
teníamos
la
vacuna.
Llegamos
al
hospital,
se
la
inyectan,
celebramos
como
locos.
Vale,
no
había
vuelto
en
sí,
pero
ya
se
recuperaría.
Nos
volvemos
al
campamento
y
estamos
bebiendo
ponche
de
ron
y,
bueno,
hasta
la
mañana
siguiente
no
recibimos
la
noticia
de
que
el
chico
muere
durante
la
noche.
Así
que…
Debería
haber
esperado
antes
de
prometerle
nada
a
nadie.
No
vendas
la
piel
antes
de
cazar
al
oso.